Mi querido amigo:
He recibido, días pasados, su magnífico trabajo sobre el Bicentenario de la Revolución de Mayo. Es realmente una obra memorable. Le agradezco, sinceramente, que me haya recordado y haya puesto a mi alcance esas cautivantes evocaciones.
Desde mi retiro -este año he dado mi último curso universitario-, mis años y mis achaques, me reconforta el recuerdo de mis viejos amigos y compañeros en la labor universitaria.
Usted evoca, con mucha generosidad, un episodio que nos tuvo como protagonistas en una época luctuosa para nuestro país. Yo voy a recordarle otro que tuvo lugar a principios del restablecimiento de los usos constitucionales en la Argentina y que también nos tuvo a ambos -y a otras personas- como partícipes.
Era usted, por entonces, interventor en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora y, en ese carácter, me ofreció la cátedra de Derecho Público Provincial en esa casa de altos estudios.
Entiendo que su propósito era, en gran medida, el de recordar la experiencia que habíamos vivido años atrás; pero, en realidad, su objetivo iba -los hechos lo demostrarían- mucho más allá.
Al mismo tiempo que yo lo hacía, iniciaron sus cursos, por su convocatoria, otros profesores. No había entre nosotros ninguna conexión ideológica; por el contrario, representábamos un arco amplísimo dentro de las corrientes políticas tradicionales o novedosas de nuestro país. Y ése era su objetivo: ofrecer y proyectar un espacio de convivencia y tolerancia para todas las posiciones políticas, acorde con las esperanzas que el nuevo ciclo histórico abría para la República.
Fue una dura lucha. La intolerancia, que largas décadas de enfrentamiento habían inoculado en nuestra población, persistía bajo formas civilizadas pero no menos intemperantes.
Usted lo recordó (ya alejado de aquellas funciones) en un emotivo acto rodeado por algunos de los profesores que usted había convocado, en el vestíbulo del Colegio Nacional de Adrogué (que por entonces albergaba nuestras tareas). Hizo memoria de sus propósitos y reclamó continuidad en ese esfuerzo.
Así lo comprendimos los que lo escuchábamos. Y décadas después -me place decirlo- pese a las vicisitudes y a los tropiezos que dificultan la marcha de la institucionalización argentina, el rumbo por usted señalado es el único camino para un definitivo reencuentro nacional.
Mi distinguido amigo: mi precaria salud me impide viajar a esa entrañable ciudad de La Plata, tan cara para mis sentimientos, y saludarlo personalmente en su despacho; pero, a la distancia, y epistolarmente, reciba un fuerte abrazo y mi profundo reconocimiento por su valiosísimo gesto.
Adolfo Pérez Portillo
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